1° de setiembre de 1904 – Masoller – 2022

Aparicio Saravia – José Batlle y Ordoñez
José Batlle y Ordoñez – Aparicio Saravia. El año 2003, el escritor Hugo Burel, escribió este libro: “Los inmortales”, conmemorando el 1er centenario de la muerte de Aparicio Saravia (10/9/1904). Burel imagina un “encuentro”, que nunca sucedió, entre Saravia y Batlle y Ordoñez.
Este texto es fundamentado en muy buena información:
Mi abuelo materno, Juan Guerra, apenas si sabía leer y escribir y era gaucho auténtico. Tenía el pelo blanco, la mirada altiva y el hablar florido de vecino de Raigón, departamento de San José. En sus últimos años -vivió más de noventa- nuestros encuentros se limitaron a los entreveros del truco -juego de naipes cuyos rudimentos me enseñó- y a algunas fragmentadas historias de su niñez y juventud.
Una vez me contó que siendo niño había visto pasar al ejército de Aparicio Saravia, conducido por él mismo y llevándose todos los caballos del pueblo. Pese a su ya avanzada edad, hubo un destello gozoso en los ojos de Juan Guerra al contar, y a lo evocado le impuso resonancias de sueño, porque la requisa del ejército revolucionario sucedía en la noche y el silencio dramatizaba el estrépito de los cascos y los relinchos. Eso tuvo que pasar en 1897 y mi abuelo tendría nueva años.
Muchos años después, el estrépito será el de un tren llegando un mediodía a una estación de pueblo colmada de hombres y mujeres que lo aguardan desde hace horas. Un tren embanderado y repleto de pasajeros trajeados y eufóricos. Y de entre todos los pasajeros, uno, corpulento y grave que, con la máquina apenas detenida, se planta en el pescante del último vagón para inflamar a la concurrencia con un discurso en favor de la reforma constitucional. El orador era José Batlle y Ordóñez, quizá a punto de ser derrotado en las urnas en 1916. Juan Guerra simpatizaba con el partido blanco, pero al contarme esa llegada y ese discurso, sus ojos también se iluminaron.
Esos dos hombres que evocó mi abuelo alguna vez fueron contemporáneos y enemigos y jamás se cruzaron siquiera a media cuadra de distancia. Hoy son monumentos distantes, nombres de bulevares, apellidos que al pronunciarse convocan mundos tan antagónicos como los colores que representaron. Condenados a la inmortalidad y al bronce, sus rostros no se vieron ni una sola vez de frente a frente. Nacidos el mismo año -1856-, murieron (Saravia en 1904, Batlle y Ordoñez en 1929) con un cuarto de siglo de diferencia, sin haberse enviado al menos una esquela de puño y letra. Sabedores de su poder, de la influencia que ejercían en la política y en los partidos que conducían, no condescendieron a tratarse, a encontrarse en torno a una mesa, a desbaratar el entramado de emisarios que los comunicaba.
Uno: ciudadano, racionalista, político, apasionado, periodista, cerebral, austero, estratega, deísta, corpulento, líder, desaliñado, reformador y colorado. El otro: estanciero, corajudo, intuitivo, romántico, montaraz, creyente, pícaro, caudillo, elegante, revolucionario y blanco.
En 1904 fueron el país en mitades. La firmeza y el desafío. La sublevación y la legalidad. La campaña de raíz hispánica, conservadora y criolla, y la ciudad cosmopolita del Estado laico, reformista y benefactor. Fueron mucho más que ellos mismos, porque detrás de ambos se alineaban dos visiones distintas sobre la nación.
Miles de hombres pelearon para que ellos se enfrentaran en la última revolución que conoció el país. Uno, desde el poder constitucional y desde la certeza de que para lograr la paz tenía que hacer la guerra. Y la guerra -en caso de ganarla- significaba el fin de los pactos y las componendas, del reparto del poder y de la dualidad de dos naciones dentro del mismo territorio, además del progreso del país a partir de su modernización. El otro, desde sus dominios de hacendado poderoso que fue capaz de poner sus títulos de propiedad y su pellejo al servicio de una causa en la que creía -limpieza de sufragio, honestidad administrativa, dignidad y trasparencia- y de llegar a escasos kilómetros de la capital con su ejército en harapos y sin municiones suficientes.
Convencido uno del destino que le abrirá la victoria, fue estratega y conductor, como presidente de la República, de las acciones bélicas. Manejó batallones, trenes y armamento y dibujó sobre los mapas los movimientos de su tropa. Artífice el otro de las guerrillas y los recursos más audaces, condujo a sus gauchos a través de interminables leguas de sinuosa marcha, en un movimiento perpetuo de hombres y animales durante ocho meses al rigor de la intemperie y de las penurias de todo tipo.
Lo que precede es un desordenado resumen de lo que la historia y la memoria colectiva pueden contarnos hoy sobre estos dos rivales. Pero la historia siempre depende de quien la cuenta y desde donde la hace, por lo cual suele oscilar entre el panegírico, el fervor evocativo, la invectiva más desdeñosa, o navegar en la más sosa neutralidad. En cuanto a la memoria, con Borges podemos decir que existe para modificar el pasado o para darnos una piadosa ilusión de que en el recuerdo radica lo que en verdad sucedió. Leí numerosos textos sobre las dos personalidades que convoca este libro y en todos, sin excepciones, encontré zonas indefinidas, referencias vagas, reticencias que hacían incompletos los perfiles. A la abundancia de información y documentos sobre ciertos hechos se le opone la casi total ausencia de referencias claras sobre otros. En todo caso -pienso- eso va por cuenta de los cronistas y los historiadores.
El hecho central, absoluto y decisivo en su significado, ya fue mencionado: estos dos hombres jamás se encontraron, jamás estuvieron cerca el uno del otro, como si el arte de esquivarse y de evitar todo contacto social hubiera sido el resorte secreto del juego que los enfrentó. Fue como un pacto ineluctable en el que conjuraron también los secretarios, los emisarios de variada prosapia, los mensajeros que la historia consigna y los que permanecen el olvido, para impedir, a la postre, que el encuentro se produjese. Si ese desencuentro, de por sí, era tema suficiente para la invención, me pareció que el hecho opuesto y postergado de la historia, lo era aún más. Entonces imaginé dos posibles momentos en los cuales el encuentro pudo darse, dos citas de especie diferente que abolieron la distancia y el tiempo para que los rivales se reuniesen. Como ha dicho Shakespeare, existen más cosas entre el cielo y la tierra que las que puede soñar una módica filosofía. Por eso, la indagatoria sobre el momento y el lugar de esos encuentros tuvo que producirse liberada de las ataduras que impone lo histórico o lo verosímil.
Poco me importa el rigor documental o la pertinencia de las situaciones en relación con la verdad oficial. Porque cuando la historia calla o ignora, la ficción se anima. Tampoco es relevante el orden o la jerarquía de los episodios que se nombran. En todo caso, desde la memoria de Juan Guerra a las desordenadas lecturas que alentaron estas páginas, los inmortales se abrieron paso para encontrarse en el territorio de una narración. No obstante, el enigma de su obstinada renuencia a verse cara a cara permanece intacto, y a mi modo de ver, como paradigma de otros desencuentros que aún nos condicionan. Nuestra historia es pródiga de silencios, en ausencias, en prolongados enconos, en absurdas rivalidades y en persistentes memorias de diferencias. (Los inmortales, Hugo Burel).
Prof. Teresita Pírez